Parte 1. Los ciudadanos
El caso Lezo con Ignacio González, los «negocios de la familia Pujol, el caso Gürtel y sus tentáculos, los tejemanejes de Urdangarín, el caso de los ERE en Andalucía, el escándalo de las tarjetas black… La situación que vive la ciudadanía con respecto a la corrupción política recuerda a ese día de playa con fuerte oleaje en el que te adentras en el mar para jugar con las olas y una de ellas se te lleva por delante. Cuando, después de dar varias vueltas, repasar mentalmente los conceptos de arriba y abajo para intentar ubicarte, tragar un poco de agua, hacer pie e incorporarte, levantas la vista y otra ola inmensa se te viene encima y vuelve a revolcarte. Cuando nos recuperamos del último revolcón, una nueva ola informativa nos voltea el cerebro y nos hace sentir que esto, más que una playa con mar bravío, es un inmenso lodazal.
Dada la situación, es lógico que los ciudadanos digamos eso de que los políticos son unos sinvergüenzas, que están ahí para forrase y aprovecharse de sus privilegios, que les importamos un carajo, etc. Pero, pasada esa reacción visceral, conviene preguntarse hasta qué punto los políticos son más deshonestos que el resto de los ciudadanos.
Las investigaciones realizadas por Dan Ariely muestran que las personas tenemos una tendencia bastante generalizada al engaño. Pero ahí opera un factor interesante, el factor de tolerancia, que hace que, siempre que engañemos un poco, no demasiado, sigamos pensando que somos honrados. De algún modo, ante la oportunidad de sacar provecho con el engaño, intentamos trazar una línea por detrás de la cual la deshonestidad no daña la imagen que tenemos de nosotros mismos. Ariely ilustra esta flexibilidad cognitiva de las personas con una historieta: un niño vuelve a casa del colegio con una nota que dice que le ha robado el lápiz a un compañero. El padre le riñe, le castiga y le dice que, si necesitaba un lápiz, tenía que haberlo dicho en casa: “sabes perfectamente que puedo traerte decenas de lápices de la oficina”. De lo que se desprende que robarle el lápiz a un compañero está muy mal, pero “distraer” lápices o papel de la impresora de la empresa es algo que toleramos sin sentirnos mal.
Es muy probable que haya quien se resista a aceptar esta teoría del factor de tolerancia que extiende la sospecha de la deshonestidad a la mayor parte de la población. Sin embargo, en ocasiones uno lee noticias que le hacen pensar que tal vez no esté muy desencaminada. Hace unos meses se publicó en casi todos los medios la siguiente noticia: “Hacienda descubre con el satélite y drones 1,69 millones de inmuebles que no habían tributado”. En su mayor parte, se trataba de ampliaciones de viviendas o piscinas no declaradas a los ayuntamientos para ahorrar algo en el pago del IBI. La recaudación obtenida, 1.254 millones de €, resulta en una media de no llega a 750€ por irregularidad descubierta, lo que viene a demostrar que se trata de un pequeño engaño pero bastante extendido, en línea con la teoría del factor de tolerancia (supongo que la cifra cubrirá más de un año y los correspondientes recargos). Imagino que casi ninguno de los propietarios se sentiría como un defraudador. Algunos argumentarían que hay tanta burocracia que se te quitan las ganas de declararlo, que si se solicitan permisos tardan en meses en responderte, que total son unos eurillos al año… que, aunque sé que debería declararlo y no lo he hecho, me siento perfectamente conmigo mismo.
Son muchísimas las empresas que sufren lo que ha dado en llamarse “robo hormiga”. Se trata de pequeños hurtos de poco valor realizados por los propios empleados, clientes o proveedores de forma repetitiva, de tal forma que acaban teniendo un impacto importante en las cuentas de resultados de las empresas. A modo de ejemplo, me resulta especialmente curioso lo que sucedía en el Centro John Kennedy para las Artes Escénicas de Washington, donde un grupo de voluntarios, en su mayoría jubilados, vendían los artículos de regalo del centro. Para unas ventas anuales de 400.000 $, desaparecían unos 150.000. Después de investigar qué pasaba, resultó que los venerables ancianos voluntarios amantes del arte se quedaban con alguna mercancía y algo de “sueltillo”. Supongo (entiéndase la ironía) que los beneficiarios de las tarjetas black de Bankia debían entender sus gastos como “sueltillo” de la caja: que si un poquito de lencería, que si algo de gasolina, que si la compra del súper, que si una comida en un restaurante, que si unos libritos… pues eso, pequeñas cosas sin importancia que les hacía sentirse ciudadanos respetables.
Sirva lo anterior a modo de ejemplo de que esa teoría según la cual mientras sólo engañemos un poquito somos capaces de convivir perfectamente con ello parece encontrar sustento en la realidad. Y si no, que se lo pregunten al papel higiénico de los baños públicos, a quien hemos convertido en preso de una cárcel de alta seguridad para evitar su hurto generalizado. Y, a veces, ni con eso basta y hay que recurrir a la tecnología más avanzada para proteger mediante reconocimiento facial a los pobres rollos de papel.
Por tanto, y que nadie se me ofenda, todos podemos ser un poquito deshonestos y convivir estupendamente con esa mota de polvo en nuestra conciencia. De alguna forma, como afirmaba un cerrajero, las cerraduras no nos protegen de los ladrones, sino de las personas honestas que igual entrarían en nuestra casa si no las pusiéramos. Muy probablemente, esa tolerancia que tenemos con nosotros mismos no la proyectemos de igual forma hacia los demás, pero esa cuestión la dejo para que cada cual piense sobre ello.
Próximo post: Parte 2. Los políticos
1 comment
Sí señor, tienes más razón que un santo. Sólo hay una cosa más maleable que un chicle: la conciencia.
Me alegra que vuelvas al formato blog. No formo parte de redes sociales, porque siempre evito intentar abarcar lo inabarcable, por la ansiedad que produce.