Creo que todos comprendemos la dificultad de hacer frente a una pandemia creada por un virus cuya existencia desconocíamos hace tan solo unos meses. Creo que todos entendemos que, como consecuencia de ello, a medida que el virus se va conociendo mejor, surgen nuevas evidencias sobre su transmisión, la enfermedad que causa en muchas personas, la respuesta inmunológica, las aproximaciones terapéuticas, etc.
Nos enfrentamos, por tanto, a un proceso dinámico en el que se genera un volumen ingente de información en todo el mundo y que, en consecuencia, es difícil de asumir para unos ciudadanos que asisten perplejos al giro que han dado sus vidas en un abrir y cerrar de ojos.
La incertidumbre y el desasosiego que acompaña a la evolución de la pandemia son dos efectos muy perniciosos más allá de lo que tiene que ver con la salud personas. Cuando algo como esto sucede, la comunicación se convierte en un elemento esencial y, según cómo se maneje, puede ayudar a mejorar o empeorar el clima social en el que vivimos.
Creo no equivocarme cuando afirmo que a la crisis de salud pública y la subsiguiente crisis económica se ha unido una grave crisis de comunicación. Tal vez el problema más grave que tengamos en España sea el de la pérdida de credibilidad de unos portavoces, un deterioro que se lo han ganado a pulso.
En lo que a los expertos hace referencia, Fernando Simón ha sido la cara visible desde el inicio de la pandemia. Podríamos pensar que su credibilidad ha estado minada por la actitud de los partidos políticos, hasta el punto de que, en torno a su figura, se han producido militancias a favor y en contra más propias del forofismo del fútbol que de los foros científicos.
Siendo esto cierto, lo que no puede olvidarse es que ha cometido graves errores a lo largo de estos meses. Su famosa frase sobre la hipotética asistencia de su hijo a las manifestaciones del 8M no parece muy adecuada para un experto que debería saber que con un virus que se transmite como el COVID-19 cualquier aglomeración de personas supone un riesgo, independientemente del motivo de dichas concentraciones. Hubiera sido lo mismo si su respuesta, en lugar de referirse a la manifestación, hubiera estado relacionada con un partido de fútbol o un mitin político. La causa de la reunión de personas era irrelevante frente al riesgo asociado a la concentración de las mimas, que un experto en temas de salud pública debería conocer. El hecho de que muchas otras afirmaciones suyas fueran dramáticamente desmentidas por los hechos ha contribuido al descrédito de un portavoz que necesitaría tener una alta
dosis de credibilidad ante los ciudadanos para que su trabajo fuera más eficaz.
Afirmar el 31 de enero que «España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado” es una demostración de un atrevimiento que nunca debe mostrar un portavoz en una crisis. Afirmar ese mismo día «me sorprende este exceso de preocupación» es sentar las bases para quedar cuestionado si finalmente la preocupación tenía motivos para ser alta. Decir el 9 de febrero que » el coronavirus es una enfermedad de muy bajo nivel de transmisión » fue cuanto menos osado. Podrán decirme que en las fechas que cito se sabía poco del virus. Razón de más para ser extremadamente prudente con lo que uno asevera. Podría citar muchas más situaciones análogas a las descritas, pero me centro en estas del inicio de los hechos, porque creo que fue él mismo quién infringió un daño innecesario a su autoridad como portavoz. Quien da la cara en una crisis nunca debe hacer una afirmación contundente sin tener la seguridad de que lo que dice no puede ser desmentido por los hechos en un futuro inmediato.
Pensemos ahora en los portavoces políticos. El presidente del Gobierno asumió un papel muy activo en los primeros meses de pandemia. Hay dos cuestiones sobre las que debemos reflexionar: la primera es si un presidente debe salir casi cada fin de semana a hablar a sus conciudadanos; la segunda es si esas alocuciones tenían o no la duración adecuada.
Supongo que habrá expertos en política que defiendan que sí tenía que ser el presidente del Gobierno quien se dirigiera a los españoles con la frecuencia con que lo hacía, pero, en mi opinión, tal profusión tuvo como consecuencia una desconexión progresiva de la ciudadanía de sus intervenciones, un «pero otra vez” que derivaba en falta de interés.
Por otra parte, la duración de sus intervenciones, a veces muy prolijas en detalles, fomentaban también ese efecto de desconexión antes mencionado. Y, como consecuencia de ello, una de las bazas de comunicación más potentes de las que se disponía, que el presidente del Gobierno se dirigiera a la nación, se fue devaluando por un uso excesivo y porque los mensajes realmente relevantes se perdían en los dilatados tiempos de sus intervenciones. Bajo mi punto de vista, el presidente debería haberse dirigido a los ciudadanos pocas veces, con discursos cortos y centrados en comunicar con eficacia las decisiones y directrices concretas sobre la pandemia.
Al desgaste del arma de la comunicación del experto y el comodín del presidente, se han unido a la fiesta ministros, presidentes autonómicos o consejeros de sanidad con intervenciones que, en ocasiones, no han hecho más que alimentar la confusión. Ha habido casos de intervenciones que rozaban el estrambote. Por si fuera poco, los partidos políticos han esgrimido la pandemia para dañarse mutuamente. La consecuencia nefasta de todo ello es que hoy, en España, no hay un solo portavoz con autoridad suficiente a los ojos de la opinión pública.
Para más inri, hemos vivido una gestión centralizada, una gestión autonómica, decisiones de las autonomías cuestionadas por el gobierno central, decisiones del gobierno central cuestionadas por las autonomías, peticiones de las autonomías desatendidas por el gobierno, peticiones del gobierno desatendidas por las autonomías… Todo ello ha reforzado la imagen de que la pandemia no es más que un elemento de lucha política, en la que unos quieren que los otros carguen con la responsabilidad de las decisiones y viceversa. Los ciudadanos asistimos a esta triste ceremonia de tirarse la pandemia a la cabeza y, como consecuencia, lo que afirman pierde credibilidad al margen de la militancia de quien lo diga.
Adicionalmente, la gestión autonómica de la pandemia ha derivado en una situación en la que hay tal profusión de regulaciones que no hay ciudadano capaz de hacer un retrato fiable de la situación. El toque de queda tiene horarios diferentes según la comunidad en la que se viva. Los bares en algunos sitios tienen limitación de aforo en el interior, en otros solo pueden abrir las terrazas y en algunos directamente tienen que estar cerrados. Estos son dos ejemplos de diferencias en las normativas, pero podría hacer un listado enormemente extenso a poco que consideráramos más sectores, sus respectivos aforos, horarios, números de personas que se pueden reunir, etc., etc. Unamos a ello si la autonomía tiene confinamiento perimetral, si lo tiene solo para los puentes, si el confinamiento es por ayuntamientos, por barrios, por zonas de salud… Los ciudadanos intentamos informarnos, pero ya no sabemos si lo que nos afecta nosotros es lo que dijeron al principio del telediario o esto último que acaban de contar.
Como decía al principio, es evidente que es muy complejo luchar contra un virus con la capacidad del contagio del COVID-19. Ha generado una crisis inimaginable hace tan solo seis meses y, en un momento de crisis, la comunicación es un elemento esencial para que los ciudadanos sepan a qué atenerse, qué deben hacer, qué les puede pasar. Al desasosiego provocado por la pandemia se une la falta de referentes creíbles, la ausencia de un auténtico liderazgo. En todos los países o en casi todos la situación es mala, pero en algunos, por lo menos, tienen la suerte de que la comunicación entre las autoridades, los expertos y la ciudadanía no ha sufrido el triste y desasosegante deterioro que hemos vivido aquí. Y lo malo es que la marcha atrás en este tema es muy difícil. Así que, en mi opinión, tenemos una comunicación pandemia que también necesita de medidas para «aplanar su curva». Es posible hacer algo, si se quiere.